Poco o nada que ver con las clases que puedes encontrar en una escuela de Meki o de cualquier parte de África, repletas de pupitres de madera bastante deteriorados, en los que se sientan dos o tres alumnos, una pizarra, una mesa para el profesor y pare usted de contar. Nada de juegos educativos, colchonetas, ordenadores y todo lo que acostumbramos a ver en las de nuestros hijos. Con aulas que superan los cuarenta alumnos, a veces es difícil concentrarse, e incluso prestar la atención debida a cada uno de ellos. Si a eso añadimos que ser profesor no está especialmente reconocido y escasea la motivación para formarse y formar a los ciudadanos del futuro, tenemos un batido poco digerible.
Hay muchos niños que acuden a sus clases mal alimentados, por lo que su capacidad de atención merma considerablemente. ¿Y cuando regresan a casa? ¿Cómo pensáis que hacen sus deberes o estudian para los exámenes? En cabañas de adobe, sin estancias separadas, sin mesa, por supuesto sin cama. ¿Ambiente de estudio? ¿Ayuda por parte de los padres? Eso es un sueño. Unos tanto y otros tan poco (o nada)
Mención aparte merecen las niñas. En Meki, fuera del hogar Let Children Have Home, la mayoría son obligadas a trabajar y nunca aprenden a leer o escribir. Optar más adelante a un trabajo cualificado también se queda en un sueño. Afortunadamente, aunque despacio, esto está empezando a cambiar y parece que hay una apuesta –en Etiopía, que yo conozca- por el acceso de las chicas a la educación. Desde nuestra vida occidental no cabe que una niña de ocho o diez años no asista al colegio porque debe ayudar en el trabajo a sus padres o quedarse en “casa” a cuidar de sus hermano pequeños mientras la madre sale a vender al mercado para conseguir algo de dinero con el que poder comer al día siguiente. Pues, desgraciadamente, existe.
Puesto así sobre el papel (pantalla, vaya) hasta mis lejanos y vagos recuerdos de columpios, meriendas, cartillas de lectura, cuadernos Rubio y plastilina, considerados moderados en comparación con este siglo, me parecen lujos desmedidos.
Lo que nunca deberíamos encontrar excesivo es aquello que mi abuelo (abnegado maestro aun siendo sordo) se hartó de decirme: estudia, aprende, fórmate. Me inculcó hasta la saciedad la importancia de escribir correctamente y la necesidad de leer libros y diarios. Nunca me recompensó por sacar buenas notas. Heredé de él una infinita curiosidad por todo cuanto me rodea y ahora, ahora veo la importancia de sus palabras. La formación es básica. Lo demás viene por añadidura.