Cuando nací, estaba cansado y débil. ¡Toda una experiencia! Mi boca nunca había ingerido ningún alimento y tu calostro fue lo mejor que me pudo pasar. Con tantas proteínas, tan densito para no atragantarme, con tantos anticuerpos para que me pueda defender bien en el mundo… ¡Bendita inmunoglobulina! Al bajar por mi boca, por mi garganta y por mis intestinos, los iba protegiendo, pues son éstas partes débiles en mis primeros días. Tu calostro también me ayudó a hacer caquita y a no ir estreñido, por no hablar de cómo favoreció que expulsara la bilirrubina. Así no me puse amarillo.
Después vino ¡tu leche! Siempre estaba a la temperatura perfecta, nunca me quemé ni se me quedó fría. Me ayudó a no tener casi ningún cólico y a alejar el estreñimiento. Me la dabas cuando lloraba, nos comunicábamos perfectamente, no había esperas. Además, a mi medida, si yo mamaba más o menos, cambiaba su composición, ¡auténtica magia!: más clarita al principio, para calmar mi sed; más densa al final para cuando me ponía glotón. Me iba poniendo más y más fuerte y me ponía poquitas veces enfermo, porque tu leche estaba llena de tus anticuerpos. Eso que nos ahorramos en sacamocos, otorrinos y sustos por subidas de fiebre. Por no hablar de las alergias que evitamos, hubieran sido un auténtico rollo. Ah, y esos sabores y esos olores… las lentejitas, el arrocito… todo lo que comías tú ahora me gusta mucho más, porque ya me acostumbré de cuando me dabas la teta. Además, ya lo sabes, ahora estoy fuerte y activo, tu leche me protegió de la obesidad, otra cosa por la que quiero estarte agradecido.
Pero sobre todo, sentir a mi mamá en mi boca, sentir que aún era parte de tu cuerpo, que había nacido pero no me había separado de ti, sentir que el vínculo contigo estaba intacto. Eso… eso fue lo mejor.
¡Mamá, gracias por darme el pecho, pese a las dudas, pese a las grietas, pese a la incertidumbre de tu primera maternidad!